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martes, 16 de agosto de 2016

Hebaristo El Sauce Que Murió De Amor

Hebaristo El Sauce Que Murió  De Amor


Evaristo Mazuelos, el farmacéutico de P. y Hebaristo, el sauce fúnebre de la parcela eran dos vidas paralelas, dos ojos de una misma y misteriosa y teórica cabeza, dos brazos de una misma desolada cruz, dos estrellas insignificantes de una misma constelación.

Mazuelos era huérfano y guardaba al igual que el sauce, un vago recuerdo de sus padres. Así como el sauce era árbol que solo servía para cobijar a los campesinos a la hora cálida del medio día, Mazuelos solo servía en la aldea para escuchar las charlas de quienes solían cobijarse en la botica.

Y así como el sauce daba una sombra indiferente a los gañanes mientras sus raíces rojas jugueteaban en el agua de la acequia, así él oía con desganada abnegación, la charla de los otros, mientras jugaba, el espíritu fijo en una idea lejana, con la cadena de su reloj, o hacía con su dedo índice gancho a la oreja de su botín de elástico, cruzadas, unas sobre otras, las enjutas magras piernas.

Mazuelos estaba enamorado de Blanca Luz, hija del juez de Primera Instancia, una chiquilla de alegre catadura, esmirriada y raquítica.

Si Hebaristo, el melancólico sauce de la parcela en vez de ser plantado en las afueras de P., hubiera sido sembrado como era lógico, en los grandes saucedales, su vida no resultaría tan solitaria y trágica.

Aquel sauce, como el farmacéutico Mazuelos, sentía, desde muchos años atrás. La necesidad de un afecto, el dulce beso de una hembra, la caricia perfumada de una unión indispensable. Envejeció Evaristo, el enamorado boticario, sin tener noticias de su amada Blanca Luz.

Envejeció Hebaristo, el sauce de la parcela, viendo secarse, estériles, sus flores en cada primavera. Solía, por instinto, Mazuelos, hacer una excursión crepuscular hasta el remoto sitio donde el sauce, al bordo del arroyo, enflaquecía. Sentábase bajo las ramas estériles del sauce y allí veía caer la noche.

El árbol amigo que quizás comprendía la tragedia de esa vida paralela, dejaba caer sus hojas sobre el cansino y encorvado cuerpo del farmacéutico. Un día el sauce esperó vanamente la llegada de Mazuelos.

El farmacéutico no vino. Aquella misma tarde el carpintero de P.… enviado por el dueño de la “Carpintería y confección de Ataúdes de Rueda e Hijos”, llegó con una tremenda hacha y taló el sauce. Por la misma calle venían juntos el sauce y el farmacéutico, ahora si unidos para siempre. El sauce sirvió para el cajón del farmacéutico.

El alcalde municipal del pueblo, tomó la palabra en el cementerio: “aunque no tengo las dotes oratorias que otros, agradezco el honroso encargo que la sociedad de socorros Mutuos a depositado en mí, para dar el último adiós al amigo noble y caballeroso, al empleado cumplidor y al ciudadano integérrimo, que en este ataúd de duro roble”… y concluía: “Mazuelos tú no has muerto. Tu memoria vive entre nosotros. Descansa en paz”.

Al día siguiente el dueño de la funeraria, lleva al señor Urzueta una factura por un ataúd de roble por 18.70 soles.

El alcalde reclamó airadamente que el ataúd no era de roble sino de sauce.

El señor Rueda le dijo que era cierto; pero que entonces como se vería en su discurso la frase “duro sauce” en vez de “duro roble”. El alcalde pagó sin chistar.

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